La joven fue hospitalizada el 6 de septiembre pasado con un cuadro de neumonía causada por COVID, así que los médicos le indujeron el parto el 7 de septiembre. Fue así como nació Jaylin Phillip Jenkins, hijo de Marrisha y su esposo Myles Jenkins. El bebé pesaba apenas cuatro libras y 15 onzas (poco más de dos kilogramos) y, como dicta el protocolo de COVID, fue separado de su madre para mantenerlo en cuarentena.
Dos semanas después, el 19 de septiembre, cuando Marrisha ya había sido dada de alta del hospital, ella y su esposo se preparaban para ir a visitar a su pequeño: sería la primera vez que la joven madre podría cargar y abrazar a su bebé. Pero al subir al auto la chica simplemente dejó de respirar, colapsó y perdió el conocimiento.
Su esposo le realizó una maniobra de reanimación cardiopulmonar mientras llegaba la ambulancia. Fue trasladada al hospital y tuvo que ser conectada a una máquina de soporte vital. En el hospital su familia fue informada de que el cerebro de Marrisha se había quedado sin oxígeno, por lo que la muerte cerebral era inminente.
La familia decidió desconectar a Marrisha de la máquina que la mantenía con vida luego de saber que no tenía posibilidades de recuperarse. Murió el 23 de septiembre sin haber cargado a su bebé y dejando en la orfandad a otros dos niños, Rylee de seis años y Ayden de cinco.
Helena Kindred, la madre de Marrisha, le dijo a la prensa local que ella cree que el destino de su hija habría sido diferente si se hubiera vacunado. “Si se hubiera vacunado, realmente creo que no habría muerto”, afirmó. Helena también explicó que los médicos del hospital enviaron a su hija a casa luego de observar que sus “pulmones estaban limpios”. “Nos dijeron que tenía algunos problemas, pero no esperábamos lo que le pasó”, aseguró.