Austria vota este domingo en unas elecciones legislativas anticipadas que apuntan a un desplazamiento del electorado a la derecha y abren el escenario político a la entrada en el Gobierno de la ultraderecha. Los dos grandes partidos, socialdemócratas y democristianos, gobiernan ahora juntos. El conservador Sebastian Kurz, de 31 años, ha encabezado desde mayo las encuestas con alrededor del 33% tras asumir el liderazgo de un partido (ÖVP) tradicional al que ha insuflado un aire de modernidad y expectativa de cambio. El joven ministro de Exteriores ha relegado las siglas negras del ÖVP, ahora de color turquesa, y ha centrado la campaña en su persona para aprovechar la popularidad e imagen dinámica que ya atesoraba como miembro del Gobierno. Con un programa de mano dura con la inmigración ilegal, su empuje ha dejado atrás a socialdemócratas (SPÖ) y a la ultraderecha (FPÖ), que con estimaciones que rondan el 25% pelean por el segundo puesto.
El SPÖ del canciller Christian Kern (51 años) se ha visto lastrado por acusaciones de lanzar una campaña sucia con informaciones falsas sobre Kurz, y afronta el reto de mantenerse al menos por delante de los populistas, que tienen ante sí la perspectiva de salir de la oposición y participar en un futuro Ejecutivo.
“Espero conseguir un buen resultado para poder realizar un cambio real para Austria”, ha afirmado esta mañana el ministro Kurz tras votar en un colegio electoral de Viena. Por su parte, Kern, jefe del Gobierno saliente, ha expresado su esperanza en “una sorpresa” después de que su campaña recobrara “fuerzas en los últimos días”.
También pronostica un giro hacia la derecha Elisabeth G., historiadora de 64 años, que ha votado a primera hora de la mañana y acompaña a las urnas a su sobrina. “Sí, desgraciadamente creo que nos movemos hacia la derecha, y eso será malo para el Estado social y para los refugiados”, opina Elisabeth, que cree que “la socialdemocracia necesita más izquierda en sus filas, regresar a los valores originales porque se ha deslizado demasiado hacia la derecha”.
El conservador Kurz encarna para muchos un difuso deseo de transformación de un sistema político basado en el reparto de poder y la concertación social que ha estado en manos de los dos partidos mayoritarios, socialdemócratas y democristianos, desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
La cada vez más difícil convivencia de los dos socios en el Gobierno, que se han torpedeado mutuamente, desembocó en mayo en la ruptura y el adelanto electoral, y ha alimentado en los últimos años las filas del ultraderechista y euroescéptico FPÖ, al que se dirigen trabajadores y clases medias temerosas de caer en el paro y ahora preocupadas sobre todo por los efectos de una ola de refugiados que ha llevado al país, de 8,7 millones de habitantes, a casi 150.000 personas desde el verano de 2015.
Así, el freno a la migración, la protección de las fronteras, la amenaza de la radicalización islámica -en Austria viven unos 700.000 musulmanes-, y los costes para el amplio sistema de ayudas sociales han dominado los debates de la campaña, en la que el candidato conservador ha adoptado una línea dura con la que ha disputado los votos a la ultraderecha de Heinz-Christian Strache.
Ambos partidos, que ya trabajan juntos en Alta Austria, se perfilan como socios del nuevo Gobierno en muchas de las quinielas sobre las posibles coaliciones tras unas elecciones sin mayoría absoluta a las que han sido llamados cerca de 6,4 millones de electores. Sin embargo, no se excluye una alianza del SPÖ y el FPÖ, que gobiernan unidos en el Estado federal de Burgenland. Y pese al hartazgo con la gran coalición que arrojan los estudios de opinión, esa variante tampoco está del todo finiquitada.
Democristianos y populistas compartirían Ejecutivo por segunda vez. La primera experiencia común, entre 2000 y 2006, provocó un fuerte rechazo en la Unión Europea y varios países adoptaron sanciones diplomáticas contra Viena. Pero el panorama ha cambiado y los partidos populistas y de extrema derecha han dejado de ser una excepción. La deriva autoritaria de la vecina Hungría, la primera en vallar su frontera ante los refugiados, o de la cercana Polonia, que ha intentado laminar la independencia judicial, han dado más que un dolor de cabeza a Bruselas.