La gente tiene miedo de volver”. Así de contundente se muestra Zabeb Nuri, sentado en su flamante ferretería en el centro de Qaraqosh, a una quincena de kilómetros al sureste de Mosul. Cuando el Ejército lanzó la ofensiva contra el Ejército Islámico (ISIS) el pasado octubre, Qaraqosh fue una de las primeras localidades liberadas. Sin embargo, a diferencia de otras zonas recuperadas más tarde y que ya bullen con actividad, las calles de la mayor ciudad cristiana de Irak siguen casi desiertas. Sus habitantes, como otras minorías, desconfían.
La destrucción en Qaraqosh no es brutal. La mayoría de las casas permanecen en pie, pero fueron saqueadas y, muchas, quemadas. Aunque las cifras son políticamente sensibles, se estima que unas 50.000 personas vivían en la ciudad antes de la llegada del ISIS. Su población original era asiria, el 70 % seguidores de la iglesia siria católica y el resto de la siria ortodoxa. A ellos, se han sumado en la última década refugiados caldeos católicos y de la iglesia asiria de Oriente a causa de la violencia sectaria. Apenas un puñado de familias eran musulmanas.
“En total, habrán retornado unas 150 personas”, estima Nuri ante la anuencia de un par de vecinos en busca de material para reparar sus viviendas. El suyo es uno de los escasos negocios que han abierto tras la liberación. “Mi objetivo es ayudar a la gente a volver”, explica este hombre de 52 años que antes de la ocupación trabajaba como instalador de saneamientos. Pero él mismo, como sus clientes, regresa cada tarde a Erbil, la vecina capital de Kurdistán a la que huyeron todos los habitantes de Qaraqosh (el nombre turco generalizado fuera de Irak, pero que ellos llaman Bagdeda) tras la llegada de los barbudos.
En Erbil permanecen las familias, y los niños van al colegio. Todos alaban la protección que les proporciona el Gobierno regional de Kurdistán, que se ha mostrado mucho más generoso con los desplazados cristianos y de otras minorías que con los musulmanes (a pesar de que los kurdos son mayoritariamente musulmanes). “Aquí no estamos seguros”, afirma uno de los clientes de la ferretería que prefiere no dar su nombre.
Qais Luis discrepa. “Hay seguridad. Desde que echamos al ISIS está todo tranquilo”, asegura, aunque también él se va a dormir a Erbil porque su casa es una de las destruidas (tal como muestra en el móvil) y está esperando ayuda oficial para arreglarla. Este electricista se unió a las Unidades de Protección de la Llanura de Nínive (una milicia asiria formada para hacer frente al ISIS) y entró con las tropas gubernamentales en la localidad. Ahora, reconvertido en vigilante, monta guardia ante la iglesia de Mar Gorgis (San Jorge).
El estado en el que ha quedado ese templo, que ni es el más antiguo ni el más distinguido de Qaraqosh, explica por sí solo los temores de la población. El campanario derribado, la cruz de hierro por los suelos, el sagrario violado, el altar y los bancos donde se arrodillaban los fieles destruidos por el fuego... Ahora, apenas unas sillas de plástico permiten un momento de recogimiento entre los escombros. El resto de las iglesias, incluida la de Sarkis y Bakos, cuyos cimientos datan del siglo VII, también fueron objeto del vilipendio de los yihadistas. Algunas sirvieron de fábricas de explosivos.
“Sí, tenemos seguridad nacional, pero necesitamos garantías internacionales”, insiste Nuri. Padre de cuatro hijas, la mayor, recién licenciada en la universidad de Erbil, de 25 años, y la más pequeña de 4, le preocupa el futuro de estas. “Con la expulsión del ISIS, no se ha solucionado el problema porque aunque echen a los combatientes, sus ideas siguen presentes”, subraya. “Es una cuestión de cultura, de aceptar al otro aunque sea distinto. El cambio vendrá poco a poco”.
Su vecino y cliente tiene dudas. Para él, la raíz está en que “los árabes educan a sus hijos en la venganza y el amor a las armas”. Por “árabes” quiere decir musulmanes suníes, pero todos evitan ser explícitos. Al mencionárselo, se eleva la tensión.
“Durante años hemos vivido con los musulmanes como hermanos, las ideas sectarias han venido de fuera”, media conciliador Nuri. Una vez más oigo la justificación de un culpable extranjero. Sin duda evita herir susceptibilidades, pero también dificulta afrontar los problemas de convivencia del mosaico de comunidades iraquíes. El equilibrio en el que se mantenían bajo la dictadura de Saddam Husein no dejaba de ser una ficción en la que, como a menudo sucede en los países de la región, quienes no pertenecen a la comunidad (étnica o religiosa) del gobernante quedan relegados a ser ciudadanos de segunda. Ahora, a pesar del cambio de tornas tras la invasión EE. UU., muchos temen que se esté repitiendo la fórmula, sólo que con los chiíes en vez de los suníes a la cabeza.