"Fue horrible. Sentía que no tenía suficiente aire. No podía respirar. No podía hacer nada. Quería llamar a mi abogado, para hacer un testamento. Pero en realidad no podía ni levantar el dedo para ponerlo en el teléfono. No podía. No tenía la energía". Al final, Battu ganó su batalla contra el COVID-19, pero su viaje de vuelta a la salud fue agotador.
Para Battu, un oftalmólogo de 52 años por demás sano que es cirujano asistente en el Hospital del Ojo y el Oído de Nueva York, todo comenzó el 12 de marzo con una tos leve. A la tarde siguiente, le dio fiebre.
Aparte de alergias, Battu no tenía ninguna afección subyacente. "Mi temperatura estaba bastante alta: 39 ° C / 102.4 ° F", comentó. Y tres de sus amigos ya se habían infectado por COVID-19, tras asistir a una pequeña fiesta en una casa a principios de marzo, en Miami. "El concepto de distanciamiento social aún no había sucedido. Y en ese momento, ninguno tenía síntomas", señaló Battu.
Intentó hacerse la prueba, aunque al principio no lo logró. Un centro local de atención de urgencia lo rechazó. Su compañía de seguros le dijo que llamara al Departamento de Salud de Nueva York. Cuando lo hizo, le dijeron que podían darle una lista de 100 centros distintos que quizá proveerían la prueba. "Pero ¿la proveen?", preguntó. No lo sabían. "Dijeron que me llamarían de nuevo. En cinco días. Quedé anonadado", aseguró Battu.
Se comunicó directamente con el Lenox Hill, y convenció al médico primario que le hiciera la prueba. Cuando llegó al departamento de emergencias, este ya se había ido, y el personal se mostraba renuente. Una prueba estándar para la gripe arrojó un resultado negativo, por lo que Battu recibió la prueba del COVID-19. Cinco días más tarde, le llegó el resultado: positivo.
La condición de Battu ya había empeorado. Su fiebre se había disparado, tosía más y no comía ni bebía. "Nunca he estado tan agotado en toda mi vida. No podía moverme. Apenas podía caminar", contó.
Con la esperanza de evitar una hospitalización, Battu se comunicó con sus colegas médicos en busca de consejo, y comenzó a tratarse a sí mismo. Esto implicó un antitusivo ("que no sirvió para nada"), Kaletra (un medicamento para el VIH), e hidroxicloroquina, el antimalárico tan discutido que la investigación preliminar sugiere que podría ser útil.
"Tengo colegas que pensaban que no debía hacerlo, porque no se ha probado nada y siempre hay riesgos. Pero al mismo tiempo uno está tan desesperado que sopesa el riesgo. Soy un hombre de acción. Tiendo a elegir la acción en lugar de no hacer nada", reconoció.
Battu admitió que no sabe si los fármacos ayudaron o no, pero al final, las cosas empeoraron. El 19 de marzo, ocho días tras el inicio de sus síntomas, tomó un taxi a emergencias.
"Mis padres estaban en India y mi hermana en Texas. Mis amigos me llevaban comida, pero nadie estaba conmigo. No tenía nada preparado. Casi no lo logré. Estaba tan cansado. Todo lo que pude hacer fue llevar una camiseta extra y mis medicamentos", comentó.
Aunque las radiografías revelaron neumonía en ambos pulmones, el hospital se mostraba renuente a admitirlo. "Ni sabía que tenía neumonía. Al principio no me lo dijeron, pero estaba asustado. Creía que no podía cuidarme solo y cuando me lo dijeron, me negué a irme", dijo Battu.
Un amigo de la facultad de medicina lo ayudó, al llamar a su médico remitente. Al final, admitieron a Battu. "A veces, tomar esas decisiones puede resultar difícil. Soy médico. Lo entiendo. Pero estaba realmente muy enfermo. Tenía pulmonía bilateral. Y de cualquier forma tuve que luchar. Tuve que insistir".
Al día siguiente, Battu comenzó a perder el sentido del gusto y del olfato, un indicador clásico del COVID-19. "No perdí el gusto del todo. Pero todo me sabía y olía horrible. No podía comer, además, tenía diarrea, así que cada vez estaba más deshidratado y exhausto", recordó.
En el umbral
Tras objeciones iniciales, Battu continuó con el régimen farmacológico que había iniciado en casa. Pero su respiración se deterioró, así que le pusieron oxígeno. El 21 de marzo, sentía un profundo dolor en su lado derecho, lo que planteaba la posibilidad de problemas cardíacos. Y sus niveles de saturación de oxígeno comenzaron a bajar, algo que es incluso más preocupante.
"Normalmente, deberían ser de 97 a 100", explicó Battu. "Los míos se habían reducido a 91-92. Si hacía cualquier movimiento, la energía que gastaba reducía esas cifras. Y esa noche mi respiración empeoró tanto que pensé que me pondrían en un ventilador".
La idea le aterraba. Sabía que el umbral para la intubación con un ventilador es bajar a 88 durante un período sostenido. "Si eso sucedía, no podría hablar ni comunicarme. Y sé que un inmenso porcentaje de los pacientes con COVID-19 que se ponen en ventiladores fallecen".
Los niveles de saturación de oxígeno de Battu bajaron hasta 89 antes de recuperarse. "No podía respirar. Era de verdad muy aterrador. Estuve justo en el umbral. Al final, no hubo ventilador".
De hecho, el décimo día resultó ser el punto de inflexión de Battu. En la mañana, su respiración y niveles de saturación de oxígeno habían mejorado. Pero, consumido por el miedo, le preguntó a la médica residente si iba morir.
"Me miró y me contestó que no, sin dudarlo". "Sus niveles de saturación de oxígeno no se redujeron más. Estará bien", le dijo. La rapidez de la respuesta lo consoló, aunque Battu siguió sintiéndose ansioso sobre la noche venidera. "Porque las noches son lo peor", afirmó.
Sin embargo, la situación pasó de la muerte al alta. "Sé que es probable que necesitaran la cama. Y, en retrospectiva, enviarme a casa probablemente era la decisión correcta. Mi fiebre había bajado, y mis niveles de saturación de oxígeno habían mejorado. Pero todavía usaba oxígeno. Ni siquiera sabía si podría ir solo hasta el baño. La idea de irme era terrorífica".
Battu convenció al personal del hospital para que lo dejara quedarse dos días más. Pero fue dado de alta el decimotercer día, con nuevos desafíos: el oxígeno y el transporte.
"No me dejaban llevarme el oxígeno", dijo Battu. Sus niveles de saturación estaban justo por encima del umbral, y el seguro no cubriría el oxígeno. Encima, no tenía forma de irse. Como siguen siendo infecciosos, los pacientes con COVID-19 tienen prohibido irse en taxi, pero se les pide que hagan arreglos para una recogida en persona, "lo que obviamente era imposible".
Al final, Battu pagó 150 dólares de su bolsillo por una ambulancia del hospital para que lo llevara 1.5 millas (2.4 kilómetros) hasta su casa. Y un colega médico pudo alquilar un "concentrador de oxígeno" para que lo ayudara con la respiración. "No tengo ni idea qué sucede si alguien no tiene dinero", se lamentó.
Aun así, Battu se siente agradecido. "Esas noches en el hospital fueron aterradoras. Estaba completamente solo. Y de verdad pensé que me moría. Pero entonces pienso en los enfermeros que se expusieron a todo esto. Fueron magníficos".
Cuando ya estaba en casa, un amigo que acababa de tener COVID-19 se ofreció a quedarse y prepararle las comidas. "Que estuviera conmigo fue realmente increíble, porque esto no es una gripe. No se parece a ninguna otra cosa que haya experimentado".
Ahora, con 15 libras (casi 7 kilos) menos y todavía una ligera tos, la energía de Battu se ha recuperado en gran medida. Se siente "un 98% mejor", planifica donar sangre para ayudar a pacientes que tengan la COVID-19 en el futuro, y se siente agradecido de haber sobrevivido. Aunque reconoció "Fue una locura. Todo lo que sucedió. Una locura. De principio a fin".