¿Por qué no todos los seres humanos tenemos la piel negra?
En 1871 el naturalista Charles Darwin publicó El origen del hombre, obra aparecida doce años después de su libro más conocido, El origen de las especies, que cambió para siempre cómo observaríamos e interpretaríamos la naturaleza, el mundo que nos rodea. Darwin cambió la biología, explicándonos el concepto de evolución de las especies, que se adaptan constantemente a un entorno cambiante que implacablemente va seleccionando a los individuos mejor adaptados en cada momento, que son los que consiguen dejar más descendencia. Y así es como los organismos cambian, evolucionan.


Naturalmente la evolución no solo afecta a los pinzones de las islas Galápagos sino a todas las especies, incluida la especie humana, nosotros. Si hoy miramos a nuestro alrededor y contemplamos la diversidad de apariencias que tenemos los seres humanos lo primero que destacaremos son los diferentes colores y tonos de piel (y de pelo, y de ojos) que somos capaces de encontrar. Efectivamente, el color de nuestra piel es lo primero que nos identifica, lo que salta a la vista. Y esto ha sido así siempre. Ya el propio Darwin se percató de ello y escribió en El origen del hombre lo siguiente: «entre todas las diferencias que existen entre las razas humanas la más notoria y la más pronunciada es el color de la piel». Aquí Darwin nos habla del concepto de «raza», muy en boga en su época, en la que se entablaban sesudas discusiones sobre sí las personas de piel negra y piel blanca pertenecían a la misma especie, o correspondían a especies o subespecies distintas, siendo el término de raza el que acabó consolidándose. Sorprende darse cuenta de que la absurda discusión sobre las razas haya permanecido en el registro bibliográfico y llegado a nuestros días. E incluso que siga siendo incomprensiblemente utilizado en algunos países para identificar a las personas según el grupo racial al que pertenecen (blancos, afroamericanos, hispanos, asiáticos…). Es, pues, importante dejar claro desde el principio de este artículo: las razas humanas no existen.

Más semejantes de lo que parece

No debemos dejarnos llevar por las apariencias, que suelen esconder lo realmente relevante. No cabe duda de que un noruego de piel y pelo blanquísimos tiene un aspecto externo muy diferente al de un pastor etíope, con una piel de color negro intenso, extraordinariamente oscura. Pero, si nos olvidamos por un instante del color de la piel descubriremos que en realidad son dos personas, dos seres humanos que se parecen mucho más de lo que algunas personas estarían dispuestas a reconocer. También Darwin se dio cuenta. Su perspicacia e intuición lo llevó en todo momento a centrarse en lo relevante, no en lo accesorio. Y así nos decía en El origen del hombre: «las razas humanas, aún las más distintas, tienen formas harto más semejantes de lo que a primera vista se cree». Y añadía: «aunque las razas humanas existentes difieren entre sí por varios conceptos, como son color, cabellos, forma de cráneo, proporciones del cuerpo, etc., sin embargo, consideradas en su estructura total, se halla que se asemejan mucho en un sinfín de puntos».

Darwin no podía saberlo, desconocía los secretos de nuestro ADN, nuestro genoma, que apenas empezamos a descubrir a partir del año 2001, cuando se publicaron los primeros borradores de nuestra información genética. Pero Darwin estaba en lo cierto. En efecto, incluso a nivel genético, es mucho más lo que nos une a cualquier ser humano sobre el planeta que lo que nos separa. Las diferencias entre dos seres humanos son esencialmente individuales, no grupales. Esto quiere decir que, más allá de un reducido número de caracteres distintivos que aparecen en las poblaciones humanas, un esquimal y un aborigen australiano se parecen (y se diferencian) tanto como un bereber y un hawaiano. Todos los seres humanos pertenecemos a la misma especie. No hay razas que nos distingan, a pesar de que la pigmentación de nuestra piel nos sugiera lo contrario. Del análisis de muchos genomas humanos hemos podido deducir que cualquier persona se parece a otra al 99.9 % aproximadamente, en relación a su ADN. Solamente es un 0.1 % de nuestro genoma lo que nos diferencia de otro ser humano.

Se albergan pocas dudas sobre el origen africano del hombre, como especie. El estudio pormenorizado del registro fósil encontrado apunta que descendemos de otros primates anteriores, que dieron lugar tanto a la diversidad de monos actuales como a los hombres, siendo la nuestra una de las especies que apareció (Homo sapiens)y la que acabó extendiéndose y colonizando todo el planeta.

Nuestra principal barrera de defensa

La situación del continente africano, con su parte central situada entre las líneas que definen los dos trópicos de Cáncer y de Capricornio, alrededor del ecuador, hace que sea una de las zonas de la Tierra con mayor irradiación solar, en la cual los rayos de sol castigan diariamente a todos los organismos que la pueblan. El sol nos aporta el calor y la energía que necesitamos para vivir, a través de las plantas y de los animales que luego se alimentan de ellas y que finalmente también nosotros consumimos. Pero el sol también encierra peligros. La radiación ultravioleta que viaja en los rayos de nuestra estrella puede dañar el ADN, puede producir mutaciones que alteren las células de la piel y se transformen en un tumor que pueda malignizar y extenderse a todo el cuerpo (metástasis), acabando con la vida de la persona. Por eso es importante protegerse del sol: para evitar desarrollar alguno de los diversos tipos de cáncer de piel que conocemos, como el melanoma, el más agresivo y terrible de todos, generalmente con mal pronóstico, si no se detecta a tiempo y se elimina la lesión inicial mediante cirugía.

La piel impide la entrada de virus, bacterias y parásitos, mantiene el agua que necesitamos en nuestro cuerpo, previniendo su deshidratación y, además, contiene unas células que fabrican un pigmento, la melanina, que es la que nos protege de la radiación solar. Estas células se llaman melanocitos y son las principales responsables de que podamos defendernos frente a la dañina radiación ultravioleta. De todo ello se puede deducir fácilmente que cuanto más pigmento tengamos en la piel mejor protegidos estaremos frente a los rayos del sol.

La piel oscura, consecuencia del origen africano del hombre

Seguramente descendemos de primates ancestrales que habitaban la jungla, la selva africana, con muchas zonas de sombra, protegidas del sol, y cuya piel estaba cubierta de pelos. De alguna manera parecida a los chimpancés actuales. Sin embargo, estos primates y nuestros ancestros tienen la piel blanquecina, rosácea, muy poco pigmentada. El tupido pelo que recubre su cuerpo les aporta el calor y la protección que necesitan. Tiempo después, aquellos homínidos ancestrales de quienes descendemos empezaron a colonizar otros territorios, como la sabana, donde hace más calor y donde hay menos sombra. El cuerpo cubierto de pelo ya no servía en estas condiciones ambientales y, por ello, la pérdida del pelo fue sustituida por un incremento de la pigmentación y la aparición de muchas más glándulas sudoríparas, para controlar mejor la temperatura corporal con el sudor. De ahí que los primeros homínidos que aparecieron en el cuerno de África, al este, en el territorio hoy ocupado por Kenia, Somalia, Etiopía y países limítrofes, debieron evolucionar, hace 1-2 millones de años, hasta tener la piel oscura, para protegerse de la radiación solar. Los primeros ancestros de los seres humanos tuvieron la piel oscura, probablemente tan negra como los habitantes actuales de esa región africana. Si es así, y todos nosotros descendemos de esos primeros homínidos, entonces, ¿por qué no tenemos todos la piel negra?

La piel oscura proporcionaba una defensa efectiva frente al sol, pero cumplía además otras funciones que hoy creemos fueron tanto o más relevantes, como aportar la protección a las células de la piel para impedir que se convirtieran en cancerígenas. En efecto, la radiación ultravioleta descompone el ácido fólico (también llamado vitamina B9) que necesitamos para sobrevivir. Un déficit de esta vitamina provoca graves defectos durante la embriogénesis, que suelen terminar en graves anomalías congénitas o abortos espontáneos. Luego aquellos primeros homínidos tenían una excelente razón para pigmentarse. Y la selección natural hizo el resto. Aquellos que pudieron aumentar sus niveles de pigmentación lograron proteger mejor este compuesto, sobrevivieron y pudieron dejar más descendencia. Por el contrario, los que no consiguieron pigmentar o no lograron hacerlo con la suficiente intensidad se enfrentaron a su extinción, al sufrir graves problemas de reproducción. La evolución humana en estado puro.

Ya sabemos ahora por qué la pigmentación oscura apareció en África y la función que cumplió. También sabemos que los primeros seres humanos extendieron paulatinamente su territorio y empezaron a colonizar otras regiones, situadas más al norte, donde no hacía tanto sol, donde la radiación solar era mucho menor, donde ya no era tan necesario protegerse de la radiación ultravioleta y donde aquellos individuos que, debido a mutaciones espontáneas, acumulaban menos pigmento en su piel también tenían ocasión de sobrevivir. De ahí que empezaran a aparecer seres humanos con la piel más clara. Pero de nuevo otra vitamina creemos que tuvo un papel esencial en el blanqueamiento de las pieles de los seres humanos desplazados a regiones más septentrionales del planeta.

La evolución hacia la piel blanca

El sol puede ser dañino, pero también es necesario para la vida. En particular sabemos que uno de los pasos de la biosíntesis de la vitamina D, que necesitamos para sobrevivir, debe ocurrir gracias a la intervención de la radiación ultravioleta solar. Nuestra piel acumula un compuesto llamado 7-dehidrocolesterol que, por acción de la radiación solar ultravioleta, se convierte en otro, conocido como la previtamina D3, que acabará a su vez transformándose en la forma activa de la vitamina D, tras pasar por el hígado y el riñón. Naturalmente, hoy en día, podemos compensar este déficit de tomar el sol (en los países nórdicos, para las personas que no salen nunca de casa por diferentes motivos, etc.) mediante la dieta, adquiriendo los precursores de la vitamina D a través del consumo de los relativamente pocos alimentos ricos en esta vitamina, fundamentalmente de origen animal (pescados grasos, leche y derivados lácteos, huevos, etc.), o simplemente mediante tabletas que la contengan.

Pero, hace centenares de miles de años, cuando los homínidos de piel oscura poblaron las tierras del norte tuvieron que enfrentarse a un nuevo hándicap. La pigmentación oscura que les había protegido de la radiación solar en África ahora resultaba inoportuna, y hasta peligrosa. La presencia de excesivo pigmento en la piel filtraba la poca radiación solar que podían aprovechar estos humanos ancestrales que habitaban las frías y oscuras tierras del norte. Y, de nuevo, la evolución y la selección natural volvieron a jugar un papel fundamental. Como bien dijo Theodosius Dobzhansky «nada en biología tiene sentido sino es a la luz de la evolución». En efecto, aquellos individuos que, mediante mutaciones en determinados genes, lograron reducir la pigmentación de su piel, fueron los que consiguieron aprovechar la exigua radiación solar para fabricar la cantidad mínima de vitamina D que necesitaban para sobrevivir, y fueron los que lograron dejar más descendencia. Mientras que aquellos que siguieron con la piel oscura se enfrentaron a un déficit de vitamina D, esencial para absorber el calcio que forma nuestros huesos. Un déficit lleva a una pérdida de densidad ósea, a las fracturas de huesos —al volverse estos más frágiles —, al raquitismo. Igualmente, tiene un papel relevante en el funcionamiento correcto de los sistemas nervioso, muscular e inmunitario. De ahí que su déficit comprometiera la supervivencia de los primeros pobladores de regiones norteñas, y que los que lograron sobrevivir fueran los que perdieron o redujeron de forma significativa la capacidad de pigmentar.

De todo lo anterior se deduce que con cambios en relativamente pocos genes pudimos aumentar o reducir nuestra pigmentación corporal, al evolucionar y adaptarnos al entorno en cada momento de nuestra historia reciente, fuera en regiones con mayor o menor radiación solar. Y también se deduce que son pocas las diferencias genéticas que separan a una persona de piel blanca de otra de piel negra, desmontando nuevamente cualquier atisbo de veracidad en la idea de razas, que hay que desechar de nuestras mentes.

Los genes que modulan nuestra pigmentación

En las células pigmentarias, en los melanocitos, es donde se produce la síntesis de la melanina. Sin embargo, hay dos tipos principales de melanina: una más oscura, negruzca, llamada eumelanina, y otra mucho más clara, amarillenta-rojiza, que llamamos feomelanina. La proporción final de cada una de estas melaninas junto con muchas otras variables de la pigmentación es la que explica la gran diversidad de colores de piel, pelo y ojos que tenemos los seres humanos. El interruptor que regula qué tipo de melanina va a fabricar el melanocito es una proteína que está en la membrana celular de estas células, llamada receptor de melanocortina de tipo 1 (MC1R). Este receptor puede activarse con una hormona (a-MSH) que provoca la síntesis de eumelanina. Y también puede inhibirse en ausencia de la hormona o en presencia de moléculas bloqueantes que lo desactivan (como ASP). Cuando el receptor está desactivado el melanocito solo es capaz de fabricar feomelanina, que acumula un pigmento distinto que provoca que la piel y el pelo sean mucho más claros. Hay personas que tienen mutado el gen que codifica este receptor MC1R, y entonces es incapaz de ser activado. Estos individuos solo fabricarán feomelanina amarillenta-rojiza durante toda su vida. Son las personas pelirrojas.

Por lo tanto, es posible potenciar la síntesis de eumelanina mediante la activación de un número limitado de genes, que dé como resultado un oscurecimiento de la piel y, a su vez, es igualmente posible reducir la síntesis de eumelanina, aumentando la de feomelanina, inactivando solo un gen, el del receptor MC1R, entre otras posibles soluciones. Esto último, la inactivación de MC1R, es lo que ocurrió en diversos momentos de la evolución de los seres humanos y es por eso que la mayoría de personas pelirrojas aparecieron y siguen estando en los países del norte, principalmente Irlanda y Reino Unido, pero también en Rusia y otros países septentrionales. Mientras que la proporción de pelirrojos en países como el nuestro es de un 2 %, en los situados más al norte pueden llegar a tener hasta un 30 %. El carácter pelirrojo, con su piel blanquecina, permitió aprovechar la poca radiación solar para fabricar la cantidad mínima necesaria de vitamina D para sobrevivir. Y fueron esos primeros europeos de piel clara los que acabaron colonizando gran parte del continente y posteriormente emigraron a otros territorios, como América, Australia o Sudáfrica, que es donde encontramos hoy en día personas con la piel blanca. Por eso no todos los seres humanos tenemos la piel negra.

 

Lluís Montoliu trabaja en el Centro Nacional de Biotecnología (CNB-CSIC) y Centro de Investigación Biomédica en Red en Enfermedades Raras (CIBERER-ISCIII).

 
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Escrito Por Redacción C
Tuesday, April 19, 2022
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