Con el comienzo del año es bastante común hacer una lista con los propósitos que cumpliremos (o no) a lo largo de los meses. Entre todos suele estar aquello de ser más sano, ya sea consumiendo más verduras o menos azúcar, haciendo más ejercicio o, incluso, bebiendo más agua. Es normal, pues al fin y al cabo, el ser humano es un 80% de la misma.
Ahora bien, no a todo el mundo le apasiona eso de ponerse a beber este líquido incoloro e inodoro como si fueran a prohibirlo. Es entonces cuando quizá entra en escena su versión carbonatada, pues se trata de un buen sucedáneo que probablemente sea tan buena opción como la normal, ¿o no? Si alguna vez habías tenido dudas al respecto ahora puedes aclararlas.
¿Cómo se hace?
El agua con gas se prepara añadiendo ácido carbónico y dióxido de carbono en una reacción exótermica en tanques de almacenamiento a presión para que no exista despresurización y disociación de los minerales. De este proceso, sale como residuo carbonato de calcio. Esa sensación en la boca después de tomarla es, de hecho, la activación química de los receptores de dolor en la lengua que responden a este ácido, lo que le da un sabor más suave. Y aquí comienza el problema.